sábado, 13 de febrero de 2010

IV

Manoseado el revés de los espejos, la noche huele a víctimas del aire,

a corrupción de poros sofocados de hielo.

Me crecieran los sueños más allá de las cuencas anegadas de odio

extirparan colores y molieran los ecos de la luz en todos los caminos ajenos a mi muerte,

me cargaran los brazos del vacío hasta la inexistencia de mi nombre

de su absurda peana dolorosa.

Y tú, que en la penumbra entronizas mis huesos para qué santidad

para qué apostasía de las bestias que lloran por mis pechos ancianos,

para qué servidumbre de último dios arrodillado frente a su tristeza

me arrancaras del miedo a confesar mi contorno en el hueco de tu espalda.







V



Creo que si existe el cadalso se columpia en mis labios,

tiene la forma extraña de los besos que se muerden a solas

cuando tu boca pace la sombra que me niega.



Descreo de otro infierno, aunque pudiera recontar los pasos

a plena luz del día

y los otros, más ciertos, de la sangre enquistada en el costado sordo de la piedra.



Dudo en cambio las voces de los árboles

que ayer serán maderos fructificando cruces donde extender mi vientre,

dudo el fuego que lame la mirada teñida de miseria,

dudo la piel, la pulcritud del llanto tras los puños,

el silencio embebido de dolor que discurre su cauda entre los dedos

lejos del rostro muerto tras el rostro.



Oyes, cuando te amo, el crujir de los dientes de la tierra?



Ves los planetas galopar desnudos al templo de la muerte?



Creo en el humo absorto en su impalpable sombra,

huele a la curva ociosa de un gesto acometiendo la duna de tu frente

cuando hiendes un sueño en que no estoy

en la risa del tiempo.

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